Aproximadamente al año de comenzar la nueva
tortura existencial suena el teléfono para proponerle al Viajero una nueva
tarea que por otra parte le procure un poco de sosiego profesional.
__ ¿Una semana en dónde?
__En Ouarzazate.
__ ¿En Albacete?
__No, no en Ouarzazate, en Marruecos.
__Sí, entiendo, vale, estoy libre.
Sin saber muchos
más detalles el viajero no lo piensa dos veces. Le da lo mismo ir a Ouarzazate
que a Albacete que a San Sebastián de los Reyes, lo único que le importa es
huir cuanto más lejos mejor.
El avión sale a
las 18h. De la Gate 4ª de la terminal 3 del único aeropuerto que hay. Dyc con
Cocacola mientras se reúne el grupo de 8 técnicos que compartirán las
vicisitudes de este trabajo. Bromas típicas de aeropuertos, saludos, pasaportes
en la mano, tarjetas de embarque que hay que interpretar... y la confusión de
algunos al apercibiese de que la hora de llegada a Marruecos es la misma que la
salida de Barajas, las 22h.
Después de las
bromas al despegar, las bromas durante el vuelo y las bromas al aterrizar
llegan al parking donde varias furgonetas están esperando para transportarles a
los hoteles. Después de cargar las maletas en las bacas de los vehículos estos
se desplazan hasta los hoteles donde se ubicará el equipo técnico. Es noche
cerrada y la temperatura agradable. El hotel Al Farah Al Janoub situado en los
arrabales del pueblo es uno de los peores hoteles de cuatro estrellas de la
zona. La habitación que funciona la luz, se le sale el agua del water. La que
no se le sale el agua, no funciona el aire acondicionado. En la que funciona la
luz y el aire huele de espanto etc. La habitación que comparte El Viajero con otro técnico no es de las
peores. Funciona un poco la luz, otro poco el aire acondicionado y apenas se
sale el agua en el cuarto de baño.
No obstante todo un lujo dadas las
condiciones.
Amanece en Ouarzarzate después de haber
pasado la noche buscando la mejor posición en la cama o por lo menos la mejor
forma de dejar de sudar entre las sábanas. Desayuno en el hotel a base de
mermeladas dulzonas, café de puchero y algo de bollería tradicional.
Treinta grados a las 8 de la mañana
mientras los técnicos esperan en la puerta del hotel Al Farah Al Janoub a las
furgonetas que les trasladarán a la carpa donde se celebrará el evento, no sin
antes proveerse de los clásicos “chechs” torpemente anudados a la cabeza. El
Viajero no hace más que pensar cual será la máxima temperatura que se puede
alcanzar en esa zona del mundo a las cuatro de la tarde del 15 de septiembre de
2001.
Con cierto retraso por fin parten hacinados
en los polvorientos vehículos en dirección a dios sabe donde. Después de cruzar
los diferentes barrios de Ouarzarzate enfilan una estrechísima pista asfaltada
donde los transeúntes no dejan de pasar en una dirección y en otra, montados en
bicicletas destartaladas o en peculiares sandalias hechas a base de trozos de
neumáticos atadas con cuerdas al dedo gordo y al talón. Los conductores llevan
una velocidad endiablada pasando a escasos centímetros de los viandantes con
los que se cruzan en la carretera. La temperatura en el interior de las
furgonetas se va incrementando poco a poco hasta el punto de ser insoportable.
Alguno de los pasajeros abre la ventanilla del coche para respirar un poco ante
el enfado del chofer que le obliga a cerrarla de nuevo ante el asombro de los demás
pasajeros. Al cabo de unos pocos kilómetros la caravana abandona la carretera
asfaltada para adentrarse en una pista arenosa y bacheada montando una nube de
polvo que impide ver mas allá de diez metros por delante de cada furgoneta.
Ahora es cuando comprenden el porqué de llevar las ventanas cerradas. Eternos
minutos transcurren entre una nube de polvo arenoso y ardiente mientras se
internan por un desierto pedregoso y desolador hasta que al fondo, en el
horizonte se comienza a vislumbrar una especie de carpa blanca que se confunde
con la nube de polvo. A medida que se van acercando van dándose cuenta de que
es una carpa de un tamaño considerable. De lejos da la impresión de que va
creciendo más y más. Se confirma que es una carpa blanca y grande. Muy grande.
Una carpa enorme. El Viajero está convencido de que es la madre de todas las
carpas. Se van deteniendo las furgonetas a la vez que se levanta un viento
caliente y anaranjado que va tiñendo de rojo la inacabable carpa. Echan pie a
tierra mirando ensimismados hacia un andamio pegado a uno de los lados, donde
un hombrecillo haraposo no hace más que limpiar de polvo la superficie de la
carpa mientras el viento se encarga de volver a mancharla de polvo fino rojo.
El hombrecillo armado con una especie de fregona sigue pasándola una y otra
vez, sin prisas, sin demasiada ilusión, despacio, muy despacio, de un lado a
otro, una y otra vez. Los técnicos se miran unos a otros sin mediar palabra.